viernes, 17 de junio de 2011

Anidan en ella constelaciones difuminadas.

Siempre me han dicho que tengo cuerpo femenino, silueta como efes de violín. Mi hueso ilíaco se mece como una barrera en medio del desierto, entre las dunas, ausente de magnéticos resortes. En el aparador, la brújula, que describe nortes difusos, cábalas cardinales. Sesgada por innumerables meridianos, centro de desequilibrio clamando por anatomías metálicas, magnetita de pulsiones y relinchos en lujuria. Está hecha de esto. Anidan en ella constelaciones difuminadas, en ello inconscientes en ella. Vorágines en agujeros negros rememorando pasados cinturones de asteroides, anteriores perfumados vellos púbicos.

Ethel estaba obsesionada con la destrucción, incluso cuando hacíamos el amor. Creo que esa fijación suya por romper espacios, por desconfigurar, desintegrar, crear lujurias a partir de sumas de destrucciones, no acababa nunca. Mientras la penetraba, mi miembro parecía crecer hasta lo inconmensurable, despojándose de toda barrera, buceando hacia el caos. Llegaba a sentir el clímax no sólo por cada centímetro de mi cuerpo, sino por todo el espacio exterior a mí. Veía y sentía y sudaba y reía con Ethel, que, gemido tras gemido, desolaba cualquier indicio de orden. Sin saberlo, ella creaba, inconscientemente, una habitación en la que sólo tenía cabida el fundir nuestro ser en uno, en, por, para y durante. No es necesario describir en qué lugar nos encontrábamos. Mi espejo cóncavo vibraba, vivo, en versos vibrátiles, al ver cómo mi sombra femenina no podía distinguirse de la suya. En tiempos como este, el género está de más, muerdo sus ligas con cada capa de mi piel, la desnudo con mis dientes. El orgasmo es devastación, es poesía que hace perfecta la teoría, la práctica, cada segundo envolvente, sonido que embota cinco sentidos y crea otros nuevos. El afán por percibir las ruinas, el instinto animal, aniquilar preceptos y límites, jugar con los límites de nuestros cuerpos. Sus enaguas representaban para mí lo más hondo de la belleza. Ella habla, teoriza sobre la destrucción, en silencios, caos y palabras no necesariamente pronunciadas con las cuerdas vocales. Cada vez que me susurraba aquellas deliciosas piezas, de salones decimonónicos, ópalos en mis venas, yo eyaculaba. Sentía surgir el esperma desde lo más profundo de mi ser y del suyo. Como si fuera necesario condensar aquella magia en líquido. Entonces, Ethel, presintiendo que se gestaba nuestra poesía, se acercaba murmurando, bajaba lentamente y, con una ternura inconcebible, hacía correr el encanto de la sala. Cada resquicio de su garganta se llenaba, reconcomiéndose órgano y esencia. Eyaculo, mi semen deambula por ella, Ethel lame mi torre de marfil, asume cada almena. Las cuerdas vocales perciben cada instante, se tocan, producen consonantes líquidas. Orgasmo en palabras, letras.

Hacer medianoche en estas arterias, esquemas sanguíneos. Todas mis medidas se concentran, materializan, pintan, gimen, perciben, calcan, muerden, roban, dibujan, difuminan. Esgrimen letras, tinta, rompen, definen, destruyen, crean, volatilizan. Vibran. Vibran. Vibro. Vibra. Mi semen interna, vibrátil, sus sentidos en cadencia. Ilógico e irracional, yo, silueta femenina, instrumento musical, deshago tejidos, impulso la púa y asciendo hacia el obturador. Inmortalizar lo efímero y palpar noches en la lengua. La fotografía de Ethel. Onomatopeya, calor, sexo.

1 comentario:

  1. Escribes muy bien, por si no te lo han dicho nunca :)
    Un beso.

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