miércoles, 18 de mayo de 2011

El paraguas de cristal.

Concidí con ella al resguardarme de la lluvia, bajo aquel pequeño toldo que aislaba el cáustico ruido de la calle, y se extendía entre nosotros como un manto protector, como un frágil endocardio entre ambos. Porque el miocardio de nuestros suspiros se encendía con cada soplo de aire, en aquella paradójica soledad de inventos cardíacos, se encontraba en la sombra de la tienda, agazapado como la gomaespuma que protege las esquinas de los cristales. Su nombre no se irá jamás de mi circulación, de mis alambres retorcidos y teñidos de ausencia, que ahora, al menos, tienen un color por el que soñar. Cada resquicio de mi boca se estremecía cuando articulaba las nasales, alveolares, dentales y fricativas, pero sobre todo las vibrantes. Mi organismo no se acababa de creer que pronunciar tal letra evocara tantos e infinitos deseos. Supe que las vocales, que intentaban salir a flote, sólo eran interludios, puentes impacientes que se alineaban en mi garganta; en una ardua carrera tratan de imponerse a la lengua, pero lo único que consiguen es casi hacer que me ahogue. Pues la lengua, músculo que jamás volverá a ser lo mismo, trata de aportar más significado a los fonemas que caían de las nubes, se escondían en las gotas de agua y se consumían lentamente en el cenicero, el suelo, de un gris demasiado evidente.
Las punzantes notas de agua se desprendían en hileras, recogían la contaminación de lo artificial. Se disolvían en la brumosa atmósfera, capa de incoherente gramática, y se dejaban llevar, muertas, en un trágico camino paralelo. Gotas de lluvia más grises que los cubículos torácicos de tantas personas anónimas, que por no poner fin a su torpe existencia, representan una pantomima vital y postergan lo inevitable: el fatal choque de bruces contra el asfalto de la realidad. Pero disculpadme, naufrago en demasiados adjetivos. Tal arte como ella no puede difuminarse para siempre en un caos informe de masas como este sórdido paisaje de aguacero. Para cubrirla, decidí regalarle el paraguas de cristal, para que sienta el desnudo golpeteo de las nubes despojadas de su inocente sangre: La lluvia. El blues en que danzan sombras que llaman a su techo, a sus lámparas, a sus dormitorios y a su afecto. No llegarán a humecederla siquiera. Aquel paraguas establece un tejido de ventanas rotas y del delicioso sabor de la lluvia contra ambos vidrios, el paraguas y el de nosotros. Quiero dibujarte desnuda de realidad, de razón y de lógica, pero nunca desprovista de arte y acústica. Porque si algo necesito hasta el punto de impacientarme es hacerte el amorarte. No voy a caer en la trampa de jugar con las palabras y sumar términos muy explícitos. No diré que es fácil y normal que amor más arte den amarte, porque no me gusta el verbo amar, ni que para definir un lugar preci(o)so para todo esto tenga que añadir una preposición: en(-)amorarte.
Porque sé de muy buena tinta que me entiendes, que la razón es un parásito diúrno y que quiero vagar por la irracionalidad que desdibujas. Puede que mis percepciones parezcan hiperbólicas, exageradas o dementes, pero este océano de letras quiere que te ancles en él, que con tu cristal abras un surco que ya se define con claridad ahora. Que se abra para siempre, porque de aquí no te irás, y te construiré todas las galaxias que quieras si el mar te aburre.

       Firmado: Vadim

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